20090606

La segunda adolescencia

Recuerdo con mucho cariño la primera vez que descubrí vellos púbicos en mi cuerpo. ¡Qué bello! Me sumergía con toda tranquilidad en una tina de baño, que por supuesto no era la de mi casa (pues allí nunca hubo algo semejante) mientras exploraba aquellas regiones que muchas veces tenía ganas de visitar, y pocas veces la oportunidad de hacerlo. Fue justo allí, mientras encontraba el camino amarillento para llegar al arcoíris que lleva a la olla de oro, que sentí una presencia extraña que se interponía entre ese camino y yo. ¡Verga! –pensé (Aunque seguro no con esas palabras) ¿Es esto lo que creo que es? Efectivamente. El niño se convertía en hombre, a paso lento claro, pues eran escasos los nuevos inquilinos en comparación con la alta densidad de población que hoy habita en el mismo lugar. Como todo púber sentí una gran excitación que superaba por mucho todas las anteriores vividas, la insoportable excitación del cambio, y acto seguido me sumergí en la bañera dándole la bienvenida a aquellos recién conocidos con un apretón de manos. Luego vino lo que ya todos los peritos en el tema sabemos. Dilataciones, explosiones, sudor, alargamiento de los miembros (todos), rastrillos desechables, miedo, enojo, pornografía, desaliento, energía sexual mal dirigida; y sobre todo la sensación de no pertenecer a este mundo, de saberte perdido en medio de las complejas estructuras creadas por los adultos. En efecto, crecí y conocí todo un universo antes ajeno, lleno de olores que antes me parecían repugnantes y que con el tiempo les fui agarrando gusto, como el fumar, como el beber, como el coger.
Hoy, a mis veintitrés, encuentro inquilinos que han decidido marcharse para buscar nuevas alternativas de vida en el desagüe del baño –claro, no el de mi casa-, y que a pesar de mis intentos, de mis patadas de ahogado por evitar su lenta pero inevitable fuga, se van sin preguntarme antes, sin ni siquiera despedirse, sin pensar en el fatídico futuro que les espera y que me espera a mi el día que la gran mayoría de ellos haya desaparecido. No hablo, por supuesto, de aquellos inquilinos que conocí un día en la bañera, ellos siguen allí, cada día más aferrados y más numerosos. Hablo de los habitantes de la azotea, de aquellos que conozco desde que tengo memoria y que celosos por la ya desesperante presencia de estos otros, me abandonan sin remordimiento. Lo entendería si tuviera treinta, si tuviera cuarenta, pero no es así, aun podría tener la etiqueta de chamaco, aún debería tenerla. Supongo que lo prematuro de esta mudanza, es directamente proporcional a lo prematuro de aquella primer visita inesperada. Fui precoz. Soy precoz. Hay notables cambios en mi cuerpo ¿Es esta una segunda adolescencia? Ahora ya conozco las complejas estructuras de los adultos, pero sigo sintiéndome perdido en ellas.

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