20091124

MI PRIMER PATADA EN EL CULO

Fue tan romántico. Él se llamaba Mario, era un auténtico Bully, enorme, gordo y feo; tan enorme, gordo y feo como puede llegar a ser un niño de seis o siete años y como mi memoria e imaginación parcial lo pueden recrear. A pesar de ello tenía cierto aire encantador-agresivo, sin el que ningún Bully que se digne de serlo podría reclutar a una banda de fanáticos seguidores. El escenario no podía ser más emotivo: las áreas verdes del patio de un corrosivo colegio de monjas. La estrategia: sencilla –por no decir estúpida- el susodicho me instó a recoger una supuesta moneda atrapada en el lodo, y ¡zaz! Momento mágico inolvidable. Mi cara estrellada en el fango, mi culo con un dolor punzante y las risas del victimario y sus secuaces alejándose rápidamente por los pasillos. La amargura de ese instante perdura a través de años y años de humillaciones símiles, repitiéndose hasta el infinito, lo que me obliga a pensar que tal vez, en ese día memorable, no fui una víctima. Porque, curiosamente, recuerdo que de entrada no me tragué el cuento de la moneda. Desde que mi queridísimo compañero de clase la mencionó, intuí el engaño, y sin embargo la ingenuidad se sobrepuso al instinto de sobrevivencia determinando que Mario era mi amigo y no sería capaz de hacerme lo que le hacía a todos esos niños enclenques del colegio, débiles de cuerpo y de carácter, como yo lo era y lo sigo siendo. Entonces, si la situación se ha reconstruido innumerables veces en mi vida con distintos rostros, distintos escenarios y distintos calzados incrustados en mi retaguardia ¿ello quiere decir que inconscientemente quería ser pateado? Quizá Freud tenga razón y en realidad soy más perverso de lo que creía. Me quedé en la etapa anal, y ahora busco placer inclinándome para recoger la moneda, esperando que una bota desgarre mis tejidos epiteliales, que un zapato perfectamente boleado rompa los vasos sanguíneos, o que un tacón se incruste en el área restringida. Todo esto bajo pretexto de ser ingenuo y creer en la gente. ¿De veras soy tan imbécil o es sólo mi consciente solapando a mi inconsciente? Una de dos: o salgo del clóset del masoquismo, asumo mi placer y me voy a una tienda de zapatos a inclinarme, bajarme los pantalones y colocar un letrero que diga “prueba gratis”; ó dejo de pendejear y creer que las amistades son más que un mutuo intercambio de desperdicios (Sabias palabras de mi amigo Fiodor D.). Dejar ya de pensar que las personas se comprometen conmigo como yo con ellas, ó que la humanidad no suele ser traicionera a conveniencia. Defenderme, no colocar la otra mejilla como me aconsejaban esas grotescas monjas del colegio (en mi caso, no colocar las otras mejillas). Tomar un cuchillo de la cocina de la escuela, buscar a Mario cuando se encuentre solo en el salón y apuñalar con todas mis fuerzas una y otra vez el gordo tobillo, salpicarme de sangre infantil hasta cercenar ese pie culpable de tantos culos pateados; guardar el miembro en mi mochila junto a mis libretas de doble raya forradas de verde y manchadas de rojo, huir impune y colgar de las cintas el zapato contenedor del miembro ajusticiado en la pared de mi cuarto, como recordatorio de mi propia estupidez. Ese sería un bonito final.